Opinión

Miguel de Unamuno llega a Coimbra / Por Manuel Rico

Miguel de Unamuno y mapa de 1589
photo_camera Miguel de Unamuno y mapa de 1589
En agosto de 1914, días de Primera Guerra Mundial, Miguel de Unamuno llegó, en tren, a Coimbra. De aquella visita, de sus percepciones, de sus paseos por la ciudad, por su Universidad, por sus caterales, damos cuenta, de la mano del gran escritor bilbaíno, en esta entrega de Letras Viajeras.
Por segunda vez (habrá más ocasiones, sin duda), me dejaré llevar por el Unamuno viajero, ese escritor al que nada del mundo le era ajeno pero que hizo del viaje una fuente inagotable de experiencias, de pensamiento, de literatura, de poesía incluso. En uno de sus libros emblemáticos, Andanzas y visiones españolas, Unamuno se sale de España y avanza por tierras portuguesas hasta quedarse deslumbrado por la ciudad de Coimbra. No va solo. Don Miguel, va acompañado (“Acompañábanme mis tres hijos mayores y el gran poeta portugués Eugenio de Castro”, escribe), lo que no impide que despliegue todas las potencialidades de su mirada. Y de su lenguaje.





Coimbra
es un texto breve pero de alto voltaje. En apenas ocho páginas (leo y viajo en la novena edición de Austral, de 1968) el escritor bilbaíno nos hace vivir con él una ciudad mecida por la calma que suele otorgar, en casi todos sus escritos, a las pequeñas capitales de provincia. Ese aspecto, la calma, cobra una importancia muy especial por el momento en que se produce la visita: estamos en 1914, en  medio de la Primera Guerra Mundial, una guerra de la que nuestro país se mantuvo al margen. Ése es el primer contraste que nos llama la atención en el texto de Unamuno: “Mientras arde e incendia la guerra por esa Europa dentro, ¡qué encanto el de vivir en el remanso de paz de este rincón del pequeñito Portugal, lejos de horrores y junto al mar suspirante!”. La quietud de las ciudades portuguesas, la saudade, la combinación de piedra, mar y río (el Mondego da un carácter singular a Coimbra), son reflejadas por don Miguel con la pasión del caminante y de quien contempla pueblos y ciudades no sólo con la mirada, sino con la lupa del pensamiento.





Unamuno
  llega a Coimbra en tren y una de las primeras imágenes que describe nace allí “Cuando al acercarme en tren se me apareció la visión panorámica de Coimbra, trepando sus casas por la colina en que se asienta y dominada por la Universidad a que hace cabeza su torre, la saludé como a una vieja conocida”. En esa panorámica, el escritor bilbaíno destaca dos de los elementos que dan carácter a la ciudad portuguesa: su condición de sede universitaria  (de la torre descrita dirá que “es una torre académica, no una torre eclesiástica”) y su estructura urbana, desarrollada históricamente alrededor de una colina.


Después, iremos con Unamuno a visitar las dos catedrales con que cuenta Coimbra, la nueva, a la que califica de templo “jesuítico” que nada tiene que admirar, y la vieja, a la que, admirado, equipara a la de su querida Salamanca y de la que subraya su origen románico, adentrándose en su ambiente recogido y lleno de capacidades evocadoras: “Una dulce penumbra de edad media invade al espíritu”, nos dice. De la Edad Media, viajaremos, en poco tiempo, a una iglesia en la que lo que domina es el estilo “manuelino”, un estilo muy alejado de la austeridad medieval y el recogimiento sombrío y sereno al que líneas antes aludía. Don Miguel lo califica de “tirabuzonesco”. Y añade: “Todo está en rizos. Diríase a las veces que son piezas de ropa blanca cuando después de lavadas se las retuerce para enjugarlas o calabrotes y cordajes de barcos”. Unamuno nos muestra así, un rasgo de su prosa difícil de encontrar en sus despojados y secos poemas: cierta propensión a la metáfora y la imaginería.


Coimbra. Mapa de 1859. De Braun Hogenberg

Pero, como profesor universitario vocacional, Unamuno destaca que en Coimbra lo que hay que visitar, de modo inexcusable, es la Universidad (lo escribe con mayúscula). Y destaca que aunque desde el punto de vista arquitectónico no sea , ni mucho menos, lo mejor que nos aguarda,  “es la verdadera razón de ser de la ciudad”. Situada en la altura, Unamuno, al describirla, parafrasea  a Camoens diciendo que lo mejor de ella es su emplazamiento: “dominando os saudosos campos de Mondego”.   Pero no tarda en prolongar la mirada mucho más allá de sus dependencias y edificios y en ejercitar su magnífica prosa descriptiva de paisajes y parajes: “Y allende el río saudoso, allende el río de lágrimas suspirantes, mansas colinas vestidas de olivos y de pinos, rebaños de colinas ondulantes, un mar de verdura. Y a lo lejos el cabo Mondego, perdido entre la bruma”.


Después, caminamos por sus calles, evocamos a quienes “quemaron sus mocedades” en Coimbra como Camoens , Ferreira, Guerra Junqueiro y a quienes, como Eça de Queiroz, pasaron por allí. Afirma don Miguel: “La renovación literaria de Portugal, después de la época romántica, se debe a la llamada escuela de Coimbra”. Compramos, con él, una postal ilustrada en una papelería de la parte baja, constatamos, en la comparación que hace con Salamanca, otra ciudad universitaria, que la ciudad portuguesa está mejor surtida de librerías, que en ellas, en aquel 1914, se encuentras muchos más libros franceses, ingleses y de otros países europeos  que en las de la ciudad española.





Y, para ir concluyendo el viaje, visitamos al “benemérito editor coimbrano França Amado, que nos regala un libo de otro siglo cuya lectura le hace decir a don Miguel: “No, no, nada de vivir al día; hay que vivir a los siglos”. Por algún sitio tenía que asomar el filósofo. Y, como prolongación de ese apunte filosófico, Unamuno termina el viaje por Coimbra con un elogio del aburrimiento nada descaminado: “Hay algo de dulce y sosegador, y sobre todo de sabio, de muy sabio, en eso que los hombres de mundo llaman aburrirse. Y el que quiera saber lo que es la dulzura del aburrimiento, la miel de la modorra, que se venga a Portugal”. El texto Coimbra fue escrito en Figueira da Foz, en agosto de 1914.