Opinión

Con Mestre en el otoño de El Bierzo / Manuel Rico

Los colores del otoño en el valle del Bierzo
photo_camera Los colores del otoño en el valle del Bierzo
Juan Carlos Mestre ha convertido el Valle del Bierzo en un espacio mítico. Y sus otoños quedaron inmortalizados en el libro con que el premio Adonais en 1985.
“Es una ciudad de provincia. Es una ciudad con tiendas de ultramarinos y ángeles que cruzan el cielo en bicicleta”. Cómo no adentrarse en la hondura de la cotidianidad de una pequeña ciudad rodeada de valles y montañas al leer ese fragmento de uno de los versículos, elegido al azar por quien esto escribe, del espléndido libro de Juan Carlos Mestre Antífona del otoño en el Valle del Bierzo. Con él obtuvo el premio Adonais de 1985 y su reedición, en 2003, con un CD con música de Amancio Prada y voz del poeta, fue todo un acontecimiento.



No es para menos: “yo he nacido entre las rosas que han muerto / y el mustio follaje de los jardines de un sueño”, escribe Mestre. Es la magia lo que sale al encuentro del viajero cuando pasea, con calma y atención, por las páginas de este libro. Es lo oculto de la palabra saliendo a la luz para sorprender y cautivar al viajero lector o al lector viajero.  Recorrer el Valle del Bierzo en otoño, caminar bajo los soportales de sus pequeñas ciudades, sentarse al calor débil del resol del atardecer, cuando apuntan tras las montañas los primeros fríos y las primeras nieves, viajar por la memoria y por los antepasados, tomar una café en la tarde de domingo de Villafranca del Bierzo, cuando “bajo la dulce curva de los soportales las muchachas como yedras fragantes ensueñan el melado torso de los jóvenes”… todo eso, como una suma de dulces y acogedores incidentes, ocurre en nuestro interior cuando lo leemos.



Con Juan Carlos Mestre he compartido lecturas, debates (a veces tensos como no podía ser de otro modo) y momentos de ocio y de bromas. Pero también he podido viajar, gracias a sus libros, a un país y a unos paisajes imaginarios que enlazaban, convivían con sus grabados, con sus pinturas, con esos dibujos que suele esbozar en las páginas de guarda de sus libros y con los que hace aún más perdurables las dedicatorias.  

El cenobio de  Santiago de Peñalba, el Valle del silencio o el Valle del Oza “en cuyas frondas discurre el desconsuelo / y vuelan sin ser de Dios las golondrinas”, el misterio inabarcable de la montaña (al leer  por vez primera el poema que lleva ese título recordé el de un libro de relatos del austríaco Hans Lebert, Un barco de montaña) donde está “la casa de tu padre”, que es, en el fondo, la casa de todos los padres que en el mundo han sido.




La lluvia cayendo en los valles del Seo o de Valcarce, sobre los oteros de Cela, los rojos de las hayas otoñales, los rebaños que “pacen sumergidos / la hierba nueva del invierno”, la meditación ante el fuego de una chimenea en una aldea perdida entre los montes, las andanzas (es un decir) a bordo de una imaginaria “citroneta azul / haciendo sonar el claxon de la luna”, los objetos que se recobran desde la memoria de los antepasados, puesta en funcionamiento en el lugar de la raíz originaria, en el corazón del valle: el “cinturón con hebilla de oro” del abuelo que tocaba el clarinete en Ciego de Ávila, “provincia de Camagüey, isla de Cuba,” la “peineta de carey” que compró a su novia, su “traje de lino”, los chevrolets inexistentes en la Cuba de 1920.



Imaginamos al poeta en algún rincón de Villafranca, la ciudad a la que rinde homenaje en el poema que cierra el libro, evocando a los antepasados que “inventaron la Vía Láctea”. En Villafranca, la de “los blancos muslos de encendida nieve”, el lugar próximo a las riberas del Burbia o que acoge “la plazuela del Campairo”, Villafranca, la ciudad que se convierte en un ser vivo y, a la vez, en un escenario en el que cabe un convento en el que es posible construir un "inventario de otoño" formado por relicarios, casullas, cabezas de santos, huesos de obispos, ángeles de bronce, un facistol, crismeras, dijes y camafeos y otros vestigios de un mundo desaparecido (tan presente en su esencia sin embargo en la sociedad contemporánea). Villafranca, el lugar donde el poeta imparte una peculiar "Lección de geografía":

"Quien no haya visto el mar que se levante,
yo os lo voy a contar, cerrad los ojos.
Imaginad que el agua, como un caballo blanco,
se hubiera subido al campanario.
Las hojas de los árboles son peces,
la nieve, espuma de cristal sobre las olas"

Y como en poesía es posible viajar en cualquier dirección por los meandros del libro en que estamos absorbidos, dejamos el "inventario" y retornamos al poema "El valle" para aligerar nuestra respiración de las huellas del incienso y de la vejez con el aire del campo, con los olores de la naturaleza ("Oh flor de la gavanza, oloroso aire del romero / que al paso de las corzas aromas el camino", escribe Mestre) y caminar hasta avistar el pueblo y cantarlo con los siguientes versos:

“Mi pueblo, el padre de mi padre,
el triste, el pueblo,
como una dulce bestia ha entrado en el otoño”.

Y el verso nos suena a despedida. A una despedida que todos, alguna vez, hemos vivido.

Así define la RAE el término “antífona”: “Breve pasaje, tomado por lo común de la Sagrada Escritura, que se canta o reza antes y después de los salmos y de los cánticos en las horas canónicas, y guarda relación con el oficio propio del día”.  En el libro de Juan Carlos Mestre, la Antífona es el pasaje que anticipa la realidad del otoño en el Valle del Bierzo. El ensueño del poema, la recreación de la memoria en la que se ve inmerso el viajero durante la lectura. Y después, cuando recuerda el sabor de boca que le ha dejado la palabra insustituible del poeta.