Opinión

Por las Hurdes con Ferres y López Salinas / Manuel Rico

Las Hurdes hoy: panorámica de Caminomorisco
photo_camera Las Hurdes hoy: panorámica de Caminomorisco
En el verano de 1958, los entonces jovencísimos escritores Antonio Ferres y Armando López Salinas se parearon la comarca de las Hurdes. De aquel viaje quedó un libro imprescindible en la literatura viajera de su generación: "Caminando por las Hurdes".
"De Sequeros a La Alberca hay cuatro horas andando, primero por un camino de herradura que baja hasta el río Francia y, luego, por otro forestal que asciende hasta Moraraz y La Alberca. El río queda abajo, en la garganta. // Los viajeros solo tropiezan con un niño que les pide limosna y con un hombre a caballo. El niño es guapo y anda descalzo, sucio y con un sombrero de hombre a la cabeza".

Así inician su andadura por la comarca cacereña de las Hurdes los escritores del realismo social Antonio Ferreras y Armando López Salinas. Estamos en 1957, o 1958, en los años más duros del franquismo y los dos escritores, que todavía no han cumplido los cuarenta años (Ferres tiene treinta y tres años de edad y López Salinas treinta y dos), se han liado la manta a la cabeza, se han echado la mochila al hombro y han empezado a caminar. Son Las Hurdes, las tierras que visitara más de treinta años antes Alfonso XIII, por las que habían pasado intelectuales como Miguel de Unamuno, Gregorio Marañón, Luis Buñuel



Nos lo contaron en un libro que es referencia ineludible en la literatura de viajes de los años cincuenta, de la generación del medio siglo. Su título, Caminando por las Hurdes. Fue publicado, en primera edición, en 1960 por la mítica Seix-Barral, que entonces dirigía el escritor Carlos Barral. El libro ha tenido sucesivas reediciones, la última de la editorial Gadir, una edición primorosa con las fotografías históricas de Luis Buñuel y Oriol Maspons.

                                                          Antonio Ferres y Armando López Salinas

Con los jóvenes López Salinas y Ferres nos adentramos, con la lectura, en unos paisajes y en unos pueblos, casi aldeas, condenados a la miseria, a la pobreza, al analfabetismo. Entran en su vida cotidiana, participan de sus precarias fiestas, se alojan en sus pobres posadas y perciben los olores y sabores de un mundo que parece detenido cincuenta años atrás: es el mismo que nos describieran Unamuno y Marañón. Hacia 1958 había cambiado poco. Incluso  había retrocedido: los caminos dudosamente podían calificarse trochas de ganado, las pocas carreteras estaban llenas de baches ("Estas carreteras de las Hurdes no van a ninguna parte, por esto están vacías", dice en algún momento Antonio Ferres a su acompañante) y las mujeres enlutadas y silenciosas formaban parte de una realidad que, por sí misma y sin aditivos, parecía recuperar los más duros grabados de Goya. Son las Hurdes en blanco y negro, las Hurdes de la austeridad obligada y del silencio.





Los viajeros atraviesan el valle de las Batuecas ("es como un oasis donde crecen el naranjo y el caqui", escriben) hasta llegar a las Mestas, el preámbulo de  las Hurdes: "Una mancha perdida en España. Las casas jurdanas son pizarras amontonadas y sin trabazón". Disfrutan de la tarde del domingo sentados junto al río Ladrillar, se pasan la petaca para liar cigarrillos, charlan con niños que se bañan en el río, vuelven al camino, se cruzan con un grupo de muchachas "vestidas de domingo con batas de percal que recuerdan los uniformes de un orfanato". La prosa es seca pero no ajena a la descripción que se saborea. Es seca como el paisaje veraniego de las Hurdes (hacen el viaje en el mes de agosto), pero rica: nos sabe a tierra, a trilla, a pajar y a cuadra: "El paisaje se aprieta, es duro; retamas, pinos, jaras, chaparros", escriben. Y, cuando han avanzado algunos kilómetros hacia el interior de la comarca agregan: "Por el claro de un pinar sale la luna entre unas nubes color de leche. Ha surgido una leve niebla que empapa la ropa". Y al describir el miserable pueblo  de Martilandrán: "Como una piña seca y abierta se aprieta un pueblo mísero como la tierra misma. Cincuenta o sesenta tejados de pizarra. Parece como si no hubiese calles, como si fuera una sola edificación negra, una masa oscura, mimética con las cosas".



Caminomorisco, Cambrón, Casarrubio, Nuñomoral, Huetre, Fragosa….  Son, en su mayor parte, pueblos de adobe y laja. Sin ganado apenas o con menguados rebaños de cabras, sin ovejas ni vacas. Son pueblos donde hombres y animales conviven de una forma insalubre aunque inevitable. De casas casi inverosímiles: "En la penumbra hay una familia, un hombre, una mujer preñada, un mozo y unos chiquillos, comiendo. La habitación apenas tendrá un metro y medio de altura, las paredes sin enlucir, sin blanquear, exactamente iguales a los muros exteriores; con el suelo de guijarros y sin más luz que la del día". Barrancos, manantiales, ríos de aguas transparentes, caminos que se internan en frescos pinares, castañares, tabernas como cuevas umbrías, alquerías, iglesias diminutas: tales son los ingredientes que construyen, en el lejano 1958, el territorio que Antonio y Armando recorren con la mochila al hombro. Una belleza tosca, casi primitiva y enormemente rica, con la que convive la miseria más honda, concentrada en sus habitantes: curas que parecen vivir en el destierro, muchachas de una belleza ajada atendiendo pequeños colmados, mujeres de cuello exagerado de subir cuestas  cargando en las espaldas grandes hatos de brezo, cabreros o pastores que sobreviven, de milagro, con cuatro animales, niños mocosos que lloran en manos de sus madres, casi mimetizadas, en su propensión al luto, con las abuelas, campesinos de manos sarmentosas y piel quemada, alcaldes analfabetos,  casas sin electricidad ni agua corriente, pueblos sin alcantarillado y cuyo alumbrado público descansa en la luz de la luna… 



El viaje, o la caminata, termina en un pueblo al sur de las Hurdes, en Casar de Palomero. Es un día de lluvia y, después de pasar unas horas en una de sus tabernas, tras mostrar su documentación a una pareja de la guardia civil, Antonio y Armando  aceptan la invitación del conductor de un camión, que se ha ofrecido a llevarlos a Plasencia, a "sacarlos" de Las Hurdes y se despiden de unas tierras y de unas gentes que dos años después habrían de quedar inmortalizadas en su libro. Así concluye Caminando por las Hurdes: "El camión arranca al poco rato. Huele a tierra. Algunos hombres se apartan y saludan agitando sus manos. Atrás, queda Casar y, más atrás, las oscuras tierras de las Hurdes". Era agosto de 1958.