Opinión

Corazón de roble III. Hacia Aranda / Por Manuel Rico

Panorámica del Monasterio de la Vid
photo_camera Panorámica del Monasterio de la Vid
De nuevo nos adentramos en una de los tramos el viaje que Erenesto Escapa nos cuenta en su libro "Corazón de roble. Viaje por el Duero desde Urbión a Oporto". Peñaranda, Langa, el monasterio de Santa María de la Vid... y el universo peculiar, siempre fértil, de un cauce en el que se reflejan las viejas ciudades castellanas.

 

Con Ernesto Escapa dejamos atrás Berlanga, y Burgo de Osma, y avanzamos, adentrándonos en los renglones de Corazón de roble, por los parajes de la ribera del Duero hacia la todavía muy lejana frontera de Portugal. La gran ciudad que nos aguarda es Aranda de Duero, un híbrido de vieja urbe y predio industrial de los años 70 del pasado siglo. Y pasamos por Langa, que "desliza sus casas hasta la orilla arbolada del Duero". Es un paisaje casi estepario que se hace vegetal a la orilla del gran río. Allí, algo más al oeste del puente, junto a la ermita de la Virgen del Paúl, desagua uno de sus muchos afluentes: el río Valdanzo. Imaginemos, entre juncos y zarzales, las aguas limpias y acostumbradas a la trucha y, sobre todo, a esa especie casi desaparecida del cangrejo no americano (el tradicional "cangrejo de río" o cangrejo autóctono), llegando del Alto del Páramo, allá en los desmontes donde Burgos limita con Segovia. Es, también, según nos cuenta Escapa, un "río molinero", con siete pqueños molinos en su cauce, "que remataba la muela del conde de Miranda a escasos metros del Duero".

 

 

 

Con Escapa entramos en el universo de piedra del pueblo que lleva el nombre del afluente, pasamos bajo el castillo de Langa ("un cubo que emerge solitario"), del siglo XIV, y nos encaminamos a una de las más espectaculares visiones (espectacular y extraña, todo hay que decirlo) con que uno puede tropezarse en el campo castellano. Se trata de un monasterio cuyo nombre es, también, un homenaje: no a un santo, a un monje, a una virgen o a un beato. Es al vino, ese caldo milenario que hace de la ribera del Duero mucho más que un paisaje de trigales y agua, de chopos y juncos. Se trata del monasterio de la Vid.

 

El monasterio de Santa María de la Vid nació románico, creció gótico, maduró renacentista y con el barroco alcanzó la edad eterna. Cuenta con una biblioteca "majestuosa" (así la califica Escapa) que llegó a acoger cuarenta mil volúmenes, y fue motivo de regocijo para un viajero tan poco convencional y y tan cascarrabias como Pío Baroja. También acoge, como complemento del retablo, pinturas de Fabricio Santa Fé y Juan de Zúñiga, artistas del siglo XVI. Hay arcos con celosías de piedra y una entrada cuyo descubrimiento se mueve entre lo inverosímil y la leyenda. Lo digo porque estuvo durante siglos oculta entre las sombras y apareció en los primeros años de nuestra democracia: tal y como escribe Escapa, se descubrió en 1986 y se trata de la entrada de la primitiva sala capitular.

 

Del monasterio de la Vid, el escritor nos lleva a Peñaranda de Duero, en cuyo palacio renacentista las chicas pudientes del régimen franquista iban a "desfilar en pololos y a solventar aquella mili para chicas conocida como Servicio Social". Hoy es sede de actividades de la Universidad de Burgos. Paseamos, después, por las calles de la localidad,  cruzamos su plaza y embocamos la calle Real para respirar el aire de tiempo detenido, aromado de hierbas medicinales y brevajes y untos, de la botica de los Ximeno, nada menos que del siglo XVII, "que alberga un precioso museo de botámenes, recetarios, alambiques e instrumentos de alquimia".
 

 

De Peñaranda nos dejó noticia Rafael Alberti. Sus azules del mar de Cádiz se convirtieron, en aquel verano de 1925 en que, tras recibir el Premio Nacional por Marinero en tierra, recorrió la provincia burgalesa con su hermano Agustín, "corredor de vinos", en paisajes de ribera fluvial, trigos y piedra. Escapa nos ilustra sobre las sensaciones del poeta reproduciendo  unos versos del libro La amante, fruto de aquel viaje albertiano por Castilla:

 

"Cazador de Peñaranda,
no llores, cazador mío,
porque no has cazado nada.

En los mimbrales del río
te espera, alegre, una garza.

*   *   *

Ruinas
¡Dejadme llorar aquí,
sobre esta piedra sentados,
castellanos,
mientras que llenan las mozas
de agüita fresca los cántaros!"

 

Aquí termina esta etapa. En el próximo recorrido por Corazón de roble nos aguardan Caleruega, Aranda y, cómo no, el ciprés de Silos, ese monumento de la naturaleza que Gerardo Diego inmortalizó, convirtiéndolo en cumbre de nuestra poesía, en su magistral soneto. Pero esa es otra historia.