Opinión

Por "Donde las Hurdes se llaman Cabrera", de Ramón Carnicer / Manuel Rico

Puente de Domingo Flórez. Ahí inicia Carnicer su viaje
photo_camera Puente de Domingo Flórez. Ahí inicia Carnicer su viaje

En el verano de 1962, Ramón Carnicer inició un viaje por las comarcas leonesas de la Cabrera Baja y la Cabrera Alta, las "otras Hurdes". Dos años después publicaba "Donde las Hurdes se llaman Cabrera". Un libro que fue polémico pero imprescindible.

En 1964 se publicó el memorable libro de viajes Donde las Hurdes se llaman Cabrera. Su autor, Ramón Carnicer, un berciano de pro (Villafranca, 1912-2007), lo escribió tras un viaje por la Cabrera Baja, realizado en 1962. Fue un libro conflictivo porque, tras su publicación, Carnicer recibió insultos y amenazas y no pocas incomprensiones por la crudeza de sus descripciones y por mostrar una comarca hundida en la miseria, casi en el mismo estado de subdesarrollo que tenía antes de la Guerra Civil. 


Pero más allá de todo ello, derivado de un empeño de crítica social que Carnicer compartió con otros escritores viajeros de la Generación del 50 como Antonio Ferres, Armando López Salinas, Juan Goytisolo o Jorge Ferrer Vidal, entre otros, su libro nos ofrece la posibilidad de viajar a través de su palabra. De gozar de una pieza literaria indiscutible que nos conduce, a través del tiempo y de la geografía, a un mundo felizmente desaparecido pero cuyo conocimiento, hoy, es imprescindible. 

 

 

Con ella, Carnicer completó un panorama literario enormemente rico en este tipo de literatura: el de los años sesenta. En esa década se publicaron, entre otros, títulos como Caminando por las Hurdes, Tierra de olivos o Campos de Níjar, de López Salinas y Ferres, de Ferres y de Juan Goytisolo respectivamente.

 

Carnicer entra en la comarca serrana de la Cabrera, situada en el límite entre Zamora y León, bordeando el curso del río que lleva el nombre de la sierra, un día de junio. Lo hace a pie y con un precario instrumental: “Mi equipo de caminante se compone de una mochila y de un sombrero amplio de segador”. Con ese equipo y buen zapato entra en Pombriego tras cruzar el Puente de Domingo Flores. Ahí inicia un recorrido de varios días en el que entraremos en fondas humildes, casi miserables, escucharemos a las lavanderas hablar, con arrobo, de paraísos tan lejanos como la Gran Vía y la Feria del Campo de Madrid, comentar en voz baja, a viejos supervivientes de la Guerra Civil, peripecias de “los huidos”, “los guerrilleros que a partir de 1936 anduvieron dieciocho años a la defensiva”, conoceremos a tamborileros que intentan dar una nota de alegría a la pobreza dominante (entre ellos, a Benigno, el tamborilero de San Clemente de Valduenza) y escucharemos a los propios vecinos, principales víctimas de una situación de terrible marginación territorial y humana, hablar de “lo absurdo de mi proyecto” (escribe Carnicer) “ya que en la Cabrera no había nada que ver”. 

 

    Foto Manuel Cuenya

 

Paisajes con una naturaleza provocadora, tan abandonada como libre de la agresión urbanística, pueblos de nombres ancestrales, aún hoy apenas difundidos más allá de la comarca, como Robledo de Sobrecastro, Castroquílame, San Clemente de Valduenza, Santalavilla… . Carnicer se aloja en fondas sin historia, con habitaciones de una austeridad próxima a la miseria (la de Antonio Armesto, la “casa de Laureano”, son algunas de las posadas que lo acogen) y, sin esperarlo, conoce en vivo la única escuela que “verá en funciones” en la comarca. Con un tono sutilmente poético que no esconde la descarnada realidad, así describe su encuentro con la escuela de Santalavilla: “Al pasar junto a una casa ruinosa, oigo un coro de voces infantiles y entro.  Es la escuela. […] El portal y las escaleras que conducen al tabuco destartalado donde están los niños, presagian siniestros escotillones. Guiado por sus voces me oriento en la oscuridad y llego hasta ellos. La luz que penetra del exterior se funde con la negrura opuesta sobre siete chicos y chicas que ocupan unos bancos y unas meses de corte brutal y sin duda alguna centenarios. De las ennegrecidas paredes cuelga un mapa de España y otro de Europa”. Sólo la maestra, extremeña, joven que “no ha perdido su aspecto urbano”, parece apaciguar, aunque sea levemente, la dureza del escenario.

 

Bosques, promontorios de roca, caminos que se elevan a cerca de los dos mil metros de altitud, como el que lleva de Santalavilla hacia el norte y llamado “del Campo de las Danzas”, próximo al pico de la Aguiana. Arroyos que bajan de la monaña, tabernas, colmados escasamente provistos, fiestas con las que los lugareños intentan olvidar las servidumbres y crueldades de la vida cotidiana como las que Carnicer vive en el pueblo de Odollo y en las que la llamada al recato y el dominio de una iglesia en la que los curas llegan a los pueblos a caballo, intentan ahogar el sentido liberador con que, desde el principio de los tiempos, nació la fiesta.  Ni siquiera en la fiesta, en un momento vivido en el interior de la iglesia de Odollo, Carnicer olvida la vocación de crónica social de su literatura viajera. Así describe a un grupo de ancianos: “Los viejos son bajos, secos, acusan deficiencias mentales, anomalías endocrinas, bocio”. 

 

 

La descripción de Carnicer se mueve entre el expresionismo y un tremendismo que parece alimentarse de los aguafuertes y grabados de Goya. Pero no elude la belleza que se destaca entre tanta miseria. Al igual que nos describe a una “vieja con la cara llena de costras” o a un hombre con las encías “desdentadas”, nos habla de una segadora bella, rubia, aunque enlutada (como casi todas las mujeres que encuentra en el camino), de la alegría curiosa de los niños de la escuela, de las jóvenes que danzan en las fiestas.

 

De la Cabrera Baja, que ha recorrido sin alejarse demasiado del curso de un río cuyas aguas van a desembocar al Sil, Carnicer avanza hacia la Cabrera Alta, cuyas aguas (de arroyos y riachuelos) se deslizan, silenciosas o arrulladas por modestas cascadas, hacia el Duero.  “El paisaje y el terreno son más duros y violentos que en el curso del Cabrera”, escribe el autor al describir las proximidades del  río Silván y a una altura de 1.400 metros. Es una tierra abrupta y pobre en la que las distintas señas de identidad de la ruta tienen nombres que parecen pensados para dar un especial brillo al castellano: Tormamilla, la Fuente Piojosa, el Apretón de Valdebuerca, Camporromo, Valdebuey….  Y la tienen sus pueblos, meras aldeas que a veces confunden sus muros con las rocas que brotan de la montaña: Saceda, Noceda, Nogar, Sigüeya.

 

Ramón Carnicer no se limita a escribir sus impresiones viajeras. Va provisto de una cámara fotográfica y complementa la creación literaria con una crónica gráfica de valor inestimable e incalculable. Las fotografías, que ilustran el libro incluso en su edición más reciente (Gadir, Madrid, 2012), son la constatación de que lo que vio y vivió no era fruto de su imaginación, sino realidad tangible: el lago de la Baña, una merienda de curas y maestros, las casas ruinosas de Losadilla y de Encinedo, niños en Saceda, grupos de niñas, una vista de la procesión en las fiestas de Odollo, son algunas de las escenas inmortalizadas por su cámara.

 

 

Pequeño territorio para un viaje inagotable que tenemos que terminar de la mano de Carnicer. En ese final conocemos a un indiano “a la antigua usanza, con los dientes forrados de oro y con sombrero de paja”  que vive en Venezuela  y a un médico que hablará con el escritor de los efectos de la pobreza en la salud y en el desarrollo físico de los habitantes de la comarca (“la receta más segura, la civilización”, dice recogiendo el conocido consejo de Gregorio Marañón tras su visita a las Hurdes extremeñas). Tras despedirse del médico, Carnicer camina hacia el pueblo de Benuza, donde tiene intención de dormir. A medio camino, ya cansado, se detiene junto a él un camión de reparto de “gaseosas”. El escritor se sube al camión y aligera así la marcha. Llega, tiempo después, a la fonda del pueblo , donde dormirá antes de partir. Así finaliza el libro: “En la cantina de la fonda, con las moscas algo más sosegadas que de día, unos paisanos, tentándose el cogote y las orejas, hablaban pausadamente ante sus vasos de vino”. MI consejo es que no os perdáis la oportunidad de viajar a esa tierra a través de la literatura: a ese lugar Donde las Hurdes se llaman Cabrera.

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