Opinión

En la “ciudad castellana” de Azorín / Por Manuel Rico

Vista de Peñaranda del Duero desde el castillo.
photo_camera Vista de Peñaranda del Duero desde el castillo.
El paseo y la reflexión, como viajero y escritor, por una ciudad sin nombre forma parte de uno de los capítulos más entrrañables del libro "España", publicado por Azorín en 1941. El título. "Ciudad castellana". Letras viajeras por la palabra y el tiempo.
En la literatura de Azorín, las ciudades a las que alude o que su personaje visita, tienen nombre, son identificables fácilmente. Pero hay veces en que el escritor de Monóvar nos invita a caminar por ciudades-símbolo, por lugares que representan a otros muchos y en las que uno identifica todas las ciudades de una determinada región o zona de España sin saber del todo por qué ciudad concreta está caminando.

En su libro España (1941), el viejo maestro  nos ofrece muchos pequeños viajes. Su lenguaje sencillo, prístino y directo contribuye a que esos pequeños mundos nos fascinen y conmuevan. Así ocurre con su texto "Una ciudad castellana". La ciudad no tiene nombre, pero la lectura nos permite avivar todos nuestros recuerdos de visitas o paseos por las viejas ciudades de la Castilla milenaria.



Así comienza su descripción: "La ciudad está edificada en una ladera, al pie corre un riachuelo. El término es extenso, se compone de tierras paniegas y de olivares, el trigo lo muele en las aceñas del río y el aceite lo fabrican en vetustas y toscas prensas de viga".  En apenas tres líneas ya estamos viviendo y saboreando la ciudad, una ciudad que parece suspendida en el tiempo y aguardar al caminante en el recodo de cualquier carretera o sendero rodeados de trigales y campo en barbecho.

Somos viajeros de 2013 que hemos paseado, a lo largo de nuestra vida, por ciudades como Sigüenza, Pedraza, Peñaranda de Duero, Peñafiel, Atienza, Burgo de Osma…  Pues bien, la ciudad sin nombre que recorre Azorín en su escritura nos recuerda a todas ellas. A ello ayudan los nombres de las calles —Tenerías, Bachilleres, Boteros…—, las viejas posadas que tuvieron una vida mediocre y que hoy, ya en el siglo XXI, se habrán convertido en hoteles haciendo desaparecer carteles como el que, según Azorín, cuelga de un poste sobre el balcón de una de ellas: "Hay paja, cebada y agua" y las iglesias, cuatro en total, una de ellas "cerrada por ruinosa" y otra prácticamente hundida: "de la Vieja solo quedan los muros exteriores, la techumbre  se halla desfondada, crecen unos jaramagos en lo alto de las paredes".  En la ciudad castellana hay también ermitas, dos conventos y un "Calvario" en lo alto de la colina.



No sabemos si de manera consciente o sin quererlo, pero el texto de Azorín nos muestra una realidad precaria, un mundo sin esperanza, apegado a viejas tradiciones y necesitado de una labor regeneracionista: en el fondo, es una denuncia de la miseria de la Castilla profunda en los años 30 y 40. Porque del mismo modo que la ciudad cuenta con numerosos edificios religiosos, Azorín escribe que "Hay poca industria en el pueblo: junto al río se ven dos viejas tenerías, hay también tres almonas o jabonerías" y nos habla de un pasado esplendor que no deja de conducirnos a la forma en que la crisis se está cebando con algunas de nuestras pequeñas ciudades del presente: "Antaño se fabricaban aquí abundantes paños; de aquellas pobladas pañerías sólo quedan dos telares de mano, uno de ellos lo tiene un tenedor que es muy viejecito y apenas trabaja".

Vemos así, que el viaje literario de Azorín no se nutre solo de estampas y paisajes, sino que observa los signos de una realidad económica en declive, apunta esbozos sobre la vida cotidiana, se mete en la piel y en la respiración de la ciudad.  En ella hay también casino ("los señores del pueblo se reúnen en un desmantelado casino") donde los más pudientes hablan de política "o de cosechas" —cómo no recordar el poema "Del pasado efímero" de Antonio Machado y su "hombre del casino provinciano"—, y además de los campesinos y las gentes humildes, hay médicos, bachilleres, abogados que "en ocasiones mueven pleitos a pobres hombres, resucitando historias antiguas, para que estos pobres hombres se acoquinen y suelten algún dinero" y vendedores de mulos que pasan por la ciudad de camino a alguna feria. Y hay también intelectuales locales, estudiosos y curiosos lectores como un tal Perico Antonio, "que lleva siempre libros y papeles en los bolsillos y se empeña en leerles fragmentos a los amigos".



Con todo, el texto "Una ciudad castellana" es una muestra viva del estilo de frase corta y directa que domina la prosa de Azorín, un estilo despojado y eficaz  que nos permite adentrarnos en la ciudad y hacer nuestro hasta el último detalle de sus edificios y de sus gentes. Como muestra, valga este fragmento:

"Los veranos son ardorosos en esta tierra y los inviernos muy largos y crueles. Los señores no se visitan unos a otros, las puertas  y ventanas de los casones están siempre cerradas, por las calles transita muy poca gente […]. El cielo está siempre azul. No pasa nada en el pueblo. Se oye en el silencio profundo el ruido de las herrerías y el canto de algún gallo. De tarde en tarde se comete en la ciudad o en los campos cercanos un crimen horrendo, inaudito. En todas las casas se comenta durante largo tiempo".



Podéis decir que se trata de una prosa demasiado seca y directa, quizá pobre. Que se echa de menos alguna que otra metáfora, un quiebro barroco, algún adorno. Es posible: pero el viaje al que nos invita Azorín no es a un lugar de brillos y abalorios. Es a una ciudad milenaria vencida por el deterioro y por la emigración, que está perdiendo su modestísima industria, en la que los edificios respiran pobreza y austeridad obligada. ¿De qué otro modo podría haberla descrito?