Opinión

Unamuno: el viaje y la fotografía / Por Pepo Paz

Detalle fotográfico de la exposición "Miguel de Unamuno y la fotografía" en el Museo Vasco de Bilbao
photo_camera Detalle fotográfico de la exposición "Miguel de Unamuno y la fotografía" en el Museo Vasco de Bilbao

El viaje y la fotografía están muy presentes en la muestra que se exhibe, hasta finales de diciembre, en el Museo Vasco de Bilbao sobre la figura de uno de los grandes de la literatura de nuestro país, don Miguel de Unamuno. ¿Y qué otorga al viejo oficio de fotografiar su capacidad de conmover?

 

Hace siete años unos amigos fotógrafos se lanzaron a la aventura de editar un libro con una selección de sus mejores imágenes. Eran fotos tomadas en las cuatro esquinas del planeta y a esa primera locura se les unió una segunda: pedirme un prólogo que acompañara su trabajo. Recuerdo que lo titulé El viejo oficio de fotografiar. Y que en él narré una pequeña anécdota vital que me había ocurrido muchos años atrás y que, a mi parecer, explicaba en cierta manera lo que convierte en único a este viejo arte de la fotografía.

 

Aquello sucedió en la calle donde habité toda mi infancia y adolescencia, en un barrio de la periferia madrileña. Junto al edificio de tres plantas en el que vivía con mis padres se levantaba (a duras penas) una decrépita vivienda construida en los tiempos en que Madrid era, sobre todo, extrarradio y posguerra. Al viejo hotelito le rodeada un infranqueable muro de ladrillos tras el que, cada mes de febrero, florecía un árbol del que nunca llegué a saber su nombre (aunque aún añore ese día cálido del mes de marzo en que la acera comenzaba a poblarse de pétalos blancos desprendidos desde sus inalcanzables ramas). El muro ocultaba otras vidas y los niños nos entreteníamos en horadar con pajitas los nidos que las arañas construían en las oquedades del ladrillo. Aquella alta valla se convirtió, con el paso de los años, en un objeto cotidiano más junto al que los transeúntes discurrían a cualquier hora del día o de la noche. Nadie parecía reparar en ella ni en lo que contenía de universo invisible al otro lado. O nadie mostraba la curiosidad que podía insinuar la vida al otro lado.

 

Un invierno, cuando el árbol había dejado de florecer por viejo y los bomberos habían acudido ya un par de veces a apuntalar la cubierta del hotelito, de repente un lienzo del muro de ladrillo se derrumbó hacia el interior del jardín. La policía municipal tendió con eficacia, de lado a lado del paramento caído, esas cintas de plástico que anuncian prohibiciones, obras y caminos imposibles para los peatones en la ciudad. Durante días la gente se detenía en la acera con asombro y curiosidad, miraba el jardín oculto, la hierba rala, la desdicha de la desahuciada mansión. Parecían hipnotizados frente a la oquedad. Hipnotizados e inmóviles, contemplando esa otra realidad como el que mira con detenimiento una fotografía tomada por otro.

 

 

La instantánea de aquella valla despanzurrada por el paso del tiempo surte idéntico efecto en mi memoria al de las fotografías que pude contemplar este último fin de semana en el Museo Vasco de Bilbao. Allí, y hasta el próximo 31 de diciembre, se exhibe la exposición "Miguel de Unamuno y la fotografía", una muestra que recoge una amplia selección de imágenes relacionadas con el escritor bilbaíno cedidas para la ocasión por la Casa-Museo Unamuno de la Universidad de Salamanca. Las fotos proceden del mismo fondo que amasó Unamuno durante su vida y remiten a la intensa actividad vital y cultural que desplegó el escritor y, además, se conservan en los diversos soportes utilizados en aquella época, desde retratos a fotos de familia, tarjetas postales, imágenes estereoscópicas, fotografías de reportaje y, también, de algunos de los viajes que don Miguel realizó entre el destierro, el exilio y su regreso al país.

 

De aquellos viajes siempre me habían llamado especialmente la atención dos realizados por Unamuno no muy lejos de su ciudad de residencia, Salamanca. El primero lo hizo a la remota comarca de Las Arribes del Duero y, el segundo, a las no menos lejanas Hurdes cacereñas. Uno de mis primeros trabajos como fotoperiodista, allá por el año 99, lo hice con mi padre a las Arribes. Había leído tiempo atrás un reportaje publicado en El País Semanal donde se glosaban, entre otras regiones a desmano, las maravillas paisajísticas de las Arribes y hervía de curiosidad por visitar aquella alejada zona que hace frontera con Portugal al otro lado del Duero y disfrutar en primera persona de todo lo leído. Así que propuse en el diario El Mundo una escapada por la zona. Creo que debió de ser mi tercer o cuarto artículo de viajes publicado. Nos alojamos en Hinojosa de Duero, en una casa rural, y recorrimos durante un par de días aquellos paisajes solitarios disfrutando de sus abismos graníticos en FermoselleAldeadávila y del espejismo de Barca d´Alba y de la floración de los almendros en La Fregeneda.

 

 

El sábado pasado en el Museo Vasco de Bilbao mi sorpresa fue descubrir que don Miguel de Unamuno documentaba sus viajes con fotografías. Al de los Arribes, realizado en mayo de 1902, le acompañó el fotógrafo y amigo Enrique Areilza Arregui, y se conservan 32 placas estereoscópicas, a día de hoy muy difusas, de las etapas del viaje, desde Fermoselle a Hinojosa. Y al de Las Hurdes, cumplimentado once años después, le acompañó Maurice Legendre (quien realizó un exhaustivo trabajo de documentación fotográfica de la excursión). Allí estaban, anti mí, ambas series: ordenadas y catalogadas a mano por el mismo Unamuno. Un fecundo oficio el de mirar que luego se tradujo en sendos escritos publicados en diversos medios por el bilbaíno (yo conservo como oro en paño una edición de su viaje a las Arribes que publicó Iberdrola en 1998 y que me regaló uno de los primeros autores que publicamos en Bartleby, Ángel Barrio Bobo, un zamorano afincado también en Salamanca).

 

Me interesaron ambas series no por la calidad de las imágenes: sino porque comprobé una vez más que, pese a los avances técnicos a los que hemos asistido en los últimos años, el espíritu del fotógrafo reposta en idénticos manantiales a los de siempre: la realidad. Estos trabajos son fiel muestra de la curiosidad y capacidad de asombro que ha adiestrado durante años el oficio del fotógrafo para husmear en la realidad circundante y captar con su cámara la imagen única que ahora aparece ante nuestros ojos, en la exposición o en las páginas de un libro o en el monitor del ordenador o de la tablet, y nos desvela el mundo por un instante. Porque la fotografía nunca ha renunciado a la realidad. Como el muro derruido de mi anécdota nos mostraba algo que siempre había estado ahí y nuestros ojos eran incapaces de ver.

 

Es precisamente la confesión personal y la mirada sobre el viaje de aquellos primeros fotógrafos lo que otorga a sus imágenes la capacidad de conmover, lo que explica el estremecimiento que me recorrió al leer los rótulos manuscritos y los pies de foto. Y es su paciencia para sorprender a las cosas y a las gentes como eran realmente lo que convierte en único al viejo oficio de fotografiar. Y lo que transmuta en imprescindible esta exposición sobre el universo de Unamuno y la fotografía. No os la perdáis. Hasta el último día de 2014 en el Museo Vasco del casco viejo bilbaíno. Agur.