Opinión

Viaje a la Guadalajara del siglo XIX | Por Manuel Rico

Tobes, un pueblo de Guadalajara, hoy despoblado, quw tuvo vida en 1881
photo_camera Tobes, un pueblo de Guadalajara, hoy despoblado, quw tuvo vida en 1881
Encontrar un viejo libro reeditado siglo y medio después como facsímil es algo parecido al inicio de un viaje. Eso ocurre con "El libro de la provincia de Guadalajara", un pequeño volumen de 1881.

A veces, un libro encontrado casualmente se  convierte en el mejor ayudante para viajar por el tiempo y por una realidad desaparecida. La pasada primavera despertó mi atención un librito de título tan sencillo como cargado de poder evocador: El libro de la provincia de Guadalajara. Se trata de una edición facsímil, realizada en 2011, de la primera, detada en el lejanísimo 1881. Lo firma “Don Juan Catalina García, su cronista”.



Abrir el libro por cualquiera de sus páginas es internarse en el universo de una provincia perdida en el tiempo, que ya no existe salvo en el espacio imaginario que el volumen nos ofrece. La prosa, con su inevitable sabor de época, ya nos sitúa, por sí misma, en la última década del siglo XIX. Sabemos que viajamos al corazón de ese tiempo cuando leemos el primer párrafo de la dedicatoria a la Diputación Pronvincial (se deduce que a su presidente): “Pongo en manos de V. E. y al amparo de su alta protección, este humilde librejo, destinado principalmente á la tierna juventud de las escuelas, que por él conocerá lo que es la provincia y cuan obligados estamos sus naturlaes á servirla y amarla”.


Un afán regenaracionista e ilustrado (e “ilustrador”) respira en sus páginas. Y con él recorremos una Guadalajara esencialmente agrícola en la que sólo el ferrocarril de Madrid a Zagagoza incorpora la presencia técnica, industrial, como una noticia del todavía lejano siglo XX: “dicho camino de hierro, como mensajero del progreso humano y lazo de unión de las más apartadas regiones, entra en la provincia por el término de Azuqueca y no abandona ya el valle feracísimo y encantador del río Henares”.



Las descripciones son de una enorme belleza cuando a paisajes, riqueza natural o valores agrícolas se refieren. Así, conocemos las aguas minerales de la provincia. Por ejemplo, en la margen izquierda del Tajo “surgen algunos manantiales salutíferos”, las aguas de Trillo, con sus baños, convierten la comarca en una “de las más pintorescas”. Así lo justifica Juan Catalina: “Porque la aspereza del terreno, la belleza de los paisajes, la sanidad y escelencias de los alimentos, la comodidad de la estancia y la dulzura del clima durante los rigores estivales, deleitan al ánimo, fortalecen el cuerpo y ayudan con evidente eficacia a la acción de los baños”.


Recorremos, con el cronista, las lagunas y fuentes, los espacios cultivados por el cereal y las frondosas vegas de los alrededores de los pueblos, los montes (“por las serranías quedan aún restos y señales de inmensos pinares mezclados con bosques de encina, roble y sabina”) y las minas, una realidad que todo lector jamás asociaría a los paisajes alcarreños:”No ha negado Dios a nuestra provincia las riquezas que se esconden en el seno de la tierra”. Viajamos a las estribaciones de los montes carpetanos, donde hay minas de plata, o a los campos de Alcorlo, Robledo e Hiendelaencina, de plomo argentífero, o a los “célebres manantiales de Imon, La Olmeda, Armallá y Saelices”.



Pese a ser un libro que tiene un carácter esencialmente divulgativo, está escrito con meticulosidad y con un estilo directo y constante, que huye de los barroquismos y afectaciones propios de la prosa administrativa de la época. Don José Catalina gusta de los "milagros" de la naturaleza, nos acerca a la riqueza frutal que propicia la proximidad con el agua. Ese arbolado (al que califica de "fructífero") de las orillas de los ríos en el que "lo que más abundan son el nogal, manzano, peral. membrillo, cereza, guindo y ciruela". Uno, caminante del siglo XXI por lugares parecidos a los que el libro describe, ha visitado algunas de las vegas nombradas por Catalina y no ha podido sino experimentar algo parecido a la desolación al constatarlas casi abandonadas, sometidas a la esterilidad por las distintas migraciones de la pasada centuria.


Hay frutas y hay verduras en El libro de la provincia de Guadalajara: "los pimientos de Fontanar, los cardos de Sigüenza, los melones de Marchamalo y Cabanillas, las cebollas de Brihuega.... ", escribe. La productividad de las huertas, como metáfora de un paraíso cercano, habitable, está íntimamente relacionada con una población, según el autor nos cuenta, que crece gradualmente y en "buenas proporciones".  Si entonces Guadalajara contaba con un total de 201.286 habitantes, éstos se repartían de forma equilibrada entre sus pueblos. Leyendo este librito nos damos cuenta del vigor y la productividad de sus comarcas, de sus posibilidades de autoabastecimiento y de la existencia de una vida ciudadana todavía no amenazada por las corrientes migratorias que han dejado sus pueblos, siglo y medio después, abandonados. Entonces, la capital Guadalajara contaba con poco más de 8.500 habitantes y buena parte de sus pueblos superaba con creces el millar a la luz de las precarias estadísticas que publica Catalina. Hoy, pequeñas ciudades como Budia, Alcocer o Cogolludo, todas con más de mil habitantes en 1881, han visto reducida su población a menos de la mitad o a menos de una cuarta parte de la que contaban en el siglo XIX. Hoy, Guadalajara cuenta con numerosos pueblos abandonados mientras la capital ha multiplicado por diez sus habitantes.  


Aconsejo, sin embargo,  que no nos dejemos llevar, como lectores, por el pesimismo y en tiempos de hipermercados, grandes superficies y consumo desmedido, dejémonos vencer por una actividad que sólo vive en los libros de época: la "traginería". Es decir, cierta afición de "los naturales a andar el camino", a llevar de un lado a otro productos de huerta o ganado o apicultura: un tiempo de buhoneros, de vendedores ambulantes al por menor que queda retratado casi con devoción de entomólogo: "algunos pueblos viven dedicados al tráfico, y conocida es la constancia de los vecinos de Peñalver en surtir al pormernor a los madrileños de nueces, miel, y arrope [...]. De los de El Olivar puede decirse algo parecido en el comercio de huevos". Con estas palabras, cargadas de señales de aquel mundo pequeño y manejable, os dejo con el "librejo". Buena lectura.